El señor feudal era un hombre alto, delgado y anguloso, de modales refinados. Los recién casados lo miraron azorados, con un pavor no exento de respeto.
“Vengo a reclamar mis derechos – dijo el señor suavemente -. La primera noche me pertenece”. Los aldeanos no se atrevieron a replicar. El blanco caballo sin jinetes que se encontraba junto al barón piafó. El soldado que lo sujetaba de las riendas le acarició el percuezo para calmarlo.
El señor feudal sonrió. “Vas a venir conmigo al castillo, pichoncito – dijo -: verás que te va a gustar”. Acto seguido obligó a su corcel a dar la media vuelta y se alejó en dirección al fuerte señorial, no sin antes haber hecho una seña a sus guadias.
Los soldados sujetaron al novio y lo montaron en el caballo blanco. La novia se quedó llorando en la aldea.
Manuel R. Campos Castro